La mente
pecaminosa del ser humano ha desfigurado el carácter divino. La tradición
le ha hecho creer que Dios es un ser de rostro serio y ceño fruncido,
sentado en su trono de santidad con una vara en la mano, vigilando y
esperando obediencia estricta de sus vasallos.
“Inclínate
delante de él, como el esclavo delante de su señor”, le ha
ordenado durante siglos. Y el ser humano lo ha creído, y ha vivido con
miedo de Dios. Ha tratado de aplacar la ira de su “señor” con penitencias,
peregrinaciones y sacrificios. Se ha arrastrado delante de él, como
criatura indigna. Ha cargado el fardo horrible de la religiosidad
desprovista de gracia.
Lo peor
que el pecado consiguió fue desfigurar el amor divino; presentarte a Dios
como un ser rencoroso y vengativo. Te hace huir, esconderte, anularte;
como Adán y Eva en el Jardín del Edén después del pecado.
Desesperados, vacíos, desnudos y ridículos; e intentando cubrir su
desnudez con miserables hojas de higuera. Aquella triste tarde, Dios se
presentó en el Jardín buscando al hijo amado, pero el pecado gritaba a los
oídos de este: “No eres hijo, eres esclavo”.
Tal vez,
sí; seguramente que sí. Pero, no esclavo de Dios: esclavo del enemigo de
Dios. Castigado impiadosamente por el peor verdugo que alguien pueda
tener: la conciencia tergiversada por el pecado. El versículo de hoy, sin
embargo, trae la más extraordinaria noticia que alguien pudiera recibir:
ya no eres esclavo de nadie; no necesitas serlo: el Señor Jesús pagó el
precio de tu rescate. Si crees en la promesa divina, pasas a ser hijo,
heredero de la promesa. Tus culpas han sido perdonadas; no necesitas vivir
huyendo ni escondiéndote. El Señor Jesús te da el derecho de reclamar la
promesa y de vivir como hijo del Rey, príncipe en el vasto universo de
Dios.
Por eso,
hoy, ¡yergue la cabeza! Deja que el Sol de justicia ilumine la penumbra de
tu ser. No tienes que vivir como si le debieses algo a la vida; no existe
motivo para que te sientas esclavo. El Señor Jesús cargó el peso de tu culpa
en el Calvario y te libertó. “Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y
si hijo, también heredero de Dios por medio de Cristo”.